2 jun 2011

My Murder: Capitulo Uno

" ¿Puedes Creer lo Que Te Han Hecho? ¿No Se Detuvieron Cuando Les Pediste Que Te Dejaran En Paz?"
(Emilie Autumn)
  En aquella bodega, no había más que cosas viejas.  Un par de sillones rústicos enormes, estaba arrumbado al fondo. Cajas con recuerdos de quién-sabe-quién  se amontonaban por todos lados. El único espacio libre eran escasos metros alrededor del colchón donde yo yacía muerta y la mesita donde el muchacho veía televisión.
  Regresé a la cama. Era tan ligera, que ni siquiera el colchón se hundió cuando me senté. Miré mi cuerpo quieto. Contemplé mi cadáver con nostalgia y acaricié mi rostro, como intentando consolarme de un mal día.

  Mis ojos ya estaban cerrados, la nariz no emitía un simple sonido que me diera la esperanza de tener vida, la boca comenzaba a oscurecerse, sólo las comisuras externas permanecían claras, y mis labios estaban abiertos como si estuviera preparándome para hablar. El pecho no se movía ni poquito. Mis brazos y piernas tenían moretones tan obscuros como mi cabello. Al verlos, logré tener un recuerdo pequeño de cómo me habían golpeado al poner resistencia cuando me atraparon. La posición en la que estaban mis manos, hacía evidente que me habían lastimado; ambas a mis costados, cerca de mis caderas, aferrándose ya muy poco a los extremos laterales del colchón en el que descansaba, como si hubiera querido aguantar el dolor que me habían hecho sentir, apretando los puños.  El vestido blanco que me habían obligado a portar me cubría los muslos y las espinillas de las piernas, sólo pude ver mis tobillos que, junto con mis muñecas, mostraban marcas de cuerdas; líneas finas color morado alrededor de aquellas articulaciones tan débiles. Sin olvidar que la sangre que había derramado se encontraba esparcida por el colchón y mí figura. El color ya comenzaba a oscurecer hasta verse casi marrón. Un marrón que cubría la claridad mi ser, la claridad de mi piel tan pálida como la taza en la que el joven asesino tomaba café mientras veía la tele.
  Tomé mi propia mano. Realmente no sé si estaba fría, pero estaba petrificada, ya nada podría moverme, nada podría resucitarme nunca. Lamenté haber corrido por aquél bosque la tarde de ayer. Lamenté haber sido tan estúpida y entonces, me puse a llorar.
-Sólo mírate, pequeña—Mi voz se fue un instante. —No te mereces esto. —Le dije a mi mortífero cuerpo, tragando saliva con dificultad. —No te mereces ni una pizca de esto. Lo… Lo siento mucho…m… mucho… —Sollocé un poco mientras acariciaba mi propio cabello, como solía hacer la abuela cuando me sentía triste. Pensé que al consolar a mi cuerpo, mi alma se sentiría mejor, pero no fue así. En vez de eso, sentí enojo e impotencia. Ya no podía hacer nada. Era invisible.
  De repente, sentí una clase de calor intenso que me quemó un poco la mano. Di un ahogué un grito y mi mano fantasmal reaccionó, soltando la mano de mi cadáver.
 El chico que se encontraba viendo televisión, ya estaba hincado junto a mí, tomando la misma mano que yo estaba sosteniendo antes. Sólo lo miré con asombro. ¿Cómo es que pude haber sentido su calor si yo ya no existía en su realidad?
Acarició mi rostro y sonrió. “¿Me muero y sonríes? Qué cínico,” le dije exasperada, pero él no podía escucharme.
  Ignorando mi extraña presencia, él hizo una mueca y tomó mi cuello. Pensé que iba a ahorcarme también.
"¿De qué demonios te sirve seguir lastimándome si ya he muerto?” le dije con amargura al oído, actuando en defensa propia.

  Sin embargo, en vez de apretarme el cuello, el chico bajó un poco la mano hasta encontrarse con mi collar, el cual tomó y, unos segundos después, arrancó. Era una cadena de plata brillante y el dije era hermoso; una clave de sol que dejó de brillar cuando mi corazón se detuvo. El dije tenía mis iníciales. Había sido un regalo de mamá. El collar era el único recuerdo que tenía de mi familia. Ahora éste era robado de mí así como mi vida lo fue.
  A pesar de ser pequeño, el muchacho sostuvo mi collar como si tuviera gran peso con ambas manos y lo contempló con detenimiento. Memorias viejas regresaron a mi mente de fantasma. Porque eso era yo; un vil fantasma.
  Mamá me había llevado al hospital a visitar a mi hermana en nuestro cumpleaños. Fue el último cumpleaños que había celebrado con mi gemela. Isabella se veía mal ese día. Sólo teníamos cinco años, pero yo no tenía miedo. Lo único que quería era verla. Recuerdo haber pasado el día entero con ella, jugando en la silla de ruedas que le prestaron porque su lado izquierdo estaba totalmente paralizado. Fue la última vez que la vi así, fue la última vez que la vi. En nuestro cumpleaños número cinco lo pasamos bien. Al final del día, mamá nos había dado un beso en la frente a ambas y nos había regalado a cada una un collar con nuestras iníciales. Mi hermana había sonreído de oreja a oreja y nos había dado un abrazo fuerte a ambas… Después de eso, todo es borroso. Detrás de mis párpados, la imagen se desvanece con rapidez. Se va mi memoria.

“Recuerdo esto,” dijimos al unísono. Cuando su voz acompañó a la mía, regresé a la realidad. La voz del muchacho era diferente a la voz que me gritaba antes de morir. Entonces, asumí que él no había sido quién se había encargado de golpearme.

  ¿Él recordaba mi collar? ¿Entonces, quién era?

   Se acercó un poco a mi rostro golpeado y miró mi cuerpo atentamente; yo lo observaba a él de la misma manera. Quitó mi cabello de mi pecho y apoyó su oreja, cerrando los ojos.
-Por favor, late. Por favor, por favor, palpita. —Le suplicó a mi corazón como si en serio esperara a un milagro, pero ningún sonido que mostrara que yo seguía viva apareció. Creo que un par de lágrimas recorrieron su rostro, pero no puedo asegurarlo.

 De pronto, el joven se levantó de un salto y metió mi collar a su bolso, supongo que algo también pasó por su mente. La despreocupación que había mostrado hace un rato, se volvió un gesto de angustia en su rostro.

Quizá recordó que acababan de asesinarme justo ahí. Quizá recordó que un asesinato es algo imperdonable y quizá recordó que la policía estaría buscándolos, ya que se puso a limpiar todo. Parecía una sirvienta que hace mal el quehacer y que esconde el polvo debajo de la alfombra.
  Tiró la taza de café y un par de botellas de cerveza en una bolsa negra. Apagó la televisión y, en la penumbra, se acercó de nuevo a mi cuerpo.
 Me tomó entre sus brazos, como si yo no fuera un muerto, sino una niña acabada de dormir.
  “¿No te doy miedo?” Le pregunté, mirándolo de soslayo. Como esperaba, él no respondió. Estaba muy ocupado acomodándome en el suelo con cuidado. Después de eso, se miró en el espejo de cuerpo entero. Sus manos ya estaban manchadas de mí. Su rostro se crispó ante su propio reflejo. Yo me paré junto a él, sin lograr ver el mío.  
“¿Ves en lo que te has convertido?” Volví a hablarle. No sé por qué, pero sentía que de algo servía que lo hiciera. “Eres un asesino. ¡Ese es el reflejo de un asesino!”
  Se hincó entonces y  sollozó. No le veía bien, pero creo que alzó las manos al aire. Luego escuché su voz.
 -Soy un monstruo. —Fue lo único que musitó antes de recostarse desesperanzado en el pútrido suelo.
  Se quedó tirado ahí, a unos metros de mi cuerpo. Después, volvió a levantarse. Gruñó un poco y golpeó el espejo, haciéndolo quebrarse en mil pedazos. Al parecer no se lastimó, porque no hizo ningún sonido que anunciara dolor. Luego, buscó detrás del marco del espejo y encontró una enorme maleta. La abrió e hizo algo extraordinario; con gran destreza y cuidado al mismo tiempo, acomodó mi cuerpo de tal forma que no me deformara mucho ahí dentro y logró cerrarla.

-Lo siento- susurró a la maleta.
  Miré con desprecio al chico y luego miré de la misma manera a mi nuevo ataúd. ¡Bah! Una maleta de ataúd. ¿A quién se le hubiera ocurrido?

  De pronto, una serie de luces comenzaron a asomarse por la pequeña ventana del lugar. Rojo, azul, rojo, azul, rojo, azul, simultáneamente hasta que a veces se veían púrpuras.
   Algo de satisfacción pasó por mi pecho. "Sí, los atraparon,” pensé llena de euforia.  Tal vez mi historia no será tan trágica.
  Sin embargo, mis suposiciones eran sólo eso, pensamientos inciertos que jamás sucederían porque la vida no era un cuento de hadas.

  El muchacho miró la ventana y sus claros ojos fueron deslumbrados por las luces. Entrecerró los ojos y se apuró a tomar la maleta sin cuidado. Tomó una gorra de béisbol roja y se la puso.
  Vaya disfraz.

  No sé de dónde sacó fuerzas pero salió huyendo con mi ataúd en una sola mano, golpeó la mesita accidentalmente, haciendo que la televisión cayera al suelo provocando un estruendo de aceros que hasta a mi cadáver habría despertado.
 
  Salió disparado al estacionamiento trasero del lugar. Decidí seguirlo. La materia de la que estaba “hecha” ahora, me permitía flotar y dirigirme a cualquier lado de manera rápida. Mi joven asesino tomó las llaves de su bolsillo, abrió la puerta de atrás de un auto negro y aventó la maleta donde mi cuerpo descansaba. Me subí al asiento del copiloto sin pensarlo. Él entró y comenzó a conducir como lunático.

***
  Después de unas millas, las luces de las patrullas dejaron de perseguirnos. Comenzó a andar más despacio; yo seguía mirándolo con sorpresa. No podía creer que alguien pudiera ser tan vil como para asesinarme. Era tan joven para ser un quita-vidas.
  Lo observé con atención desde mi asiento.
  Su rostro estaba manchado de mí, de mi sangre, y manchado de algo de tierra. Su ropa estaba desgastada, usaba un suéter viejísimo y un par de pantalones de mezclilla. Apretaba las manos en el volante, de vez en cuando tamborileaba los dedos. Debajo de la gorra roja, pude ver sus ojos  titubeantes que miraban el camino. De aquí para allá iban sus pupilas. Susurraba una canción que no conozco, pero repetía,
“Could I? Should I?”


  Bajé un poco la mirada. Miré más allá de su nuca. Tenía un tatuaje en el cuello; un escorpión. Miré sus manos sobre el volante; letritas de tinta llenaban sus nudillos. Más tatuajes. Tenía una pequeña expansión en la oreja derecha. Parecía en serio un delincuente, pero a pesar de aquello, sus inexpertas acciones me hacían creer que no era más que un joven novato en todo esto.

   Después de algunas cuantas vueltas y un retorno, el muchacho frenó el auto, provocando que yo, el fantasma, saliera contra el parabrisas sin causar daño alguno al vidrio. Ahí en el suelo, miré a mí alrededor. El estacionamiento del lugar tenía escasos diez espacios para escasos diez carros. El lugar era una clase de supermercado de segunda mano, de aquellos en los que no consigues más que pan, leche y otras cosas que poca gente llega a comprar para comer.
   Rápidamente me levanté del césped. El pasto me dio cosquillas debajo del vestido. Corrí rápidamente en dirección al carro del chico. Cuando me metí al automóvil de nuevo, él ya se encontraba abriendo la puerta trasera.

-Ya llegamos, Scarlet. —Susurró a la maleta.
  ¿Sabía mi nombre? ¿Cómo? Tal vez era de esos acosadores que luego se vuelven violadores y asesinos, por eso me conocía. Qué repugnante.
  Puso mi ataúd-maleta en el suelo y cerró el auto, poniendo los seguros.  Caminó con pesadez hacia el pobre supermercado. Yo lo seguí por atrás con la mandíbula tensa. Las calles en la noche de este pueblo de mala muerte siempre me dieron miedo.
 
   Él cruzó la puerta de cristal del súper con confianza, como si del lugar más seguro del mundo se tratara.
“¿Me venderá como carne molida de res o qué le pasa a éste?,” me dije a mi misma. Realmente no me extrañaría que me hicieran algo así, pero no dejaría que alguien me comiera cual vaca de granja.  

  Al entrar, la garganta del muchacho hizo una arcada, como si quisiera vomitar.
-Huele pésimo ¿qué harán las chicas ahora? ¿Vender ratas de alcantarilla?—Se quejó mi joven asesino. Fue ahí cuando noté que también había perdido mi sentido del olfato. Por más que inhalé por la nariz, no logré percibir ni una pizca del hedor en el supermercado.  
  Sin embargo, aún podía ver. El lugar estaba podrido hasta el fondo. Algunas de las lámparas blancas del techo parpadeaban de manera intermitente, a punto de fundirse. El piso ya era amarillo, en algunos rincones estaba lleno de chicles pisados que nunca nadie había levantado. En medio se encontraban estantes de metal que guardaban poca comida, a la derecha se encontraba un mostrador con un vidrio que mostraba la putrefacta carne que vendían ahí dentro. Detrás del mostrador se encontraba una guapa cajera, la cual miró a mi asesino con ojos brillantes y se acercó a él, en esos tacones de charol negros que sólo una persona como ella usaría.

-Buenas noches, corazón. ¿Cómo estás?—Le saludó coqueta, quitándose el delantal blanco que usaba, dejando ver sus piernas largas y esbeltas debajo de una falda negra.
-Bien, gracias- respondió sonriendo tímido. Puso mi maleta en el suelo de nuevo.
-Pasa, no te avergüences.- lo tomó por los hombros y lo miró  de arriba abajo- ¿Qué traes ahí, corazón?
-Ah... yo... No, nada… - Titubeó. Noté que una gota de sudor cruzaba su nuca. ¿Cómo podría explicar él que traía un cadáver paseando en una maleta?

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